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  • María Soledad Alonso
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  • 28-05-2020

ENTREVISTA A DOMINGO LOVERA PARMO

Ph.D. Osgoode Hall Law School (Canadá), Ll.M. Columbia University (EEUU). Profesor asociado, Facultad de Derecho UDP. Investigador del Programa de Derecho Público de la misma universidad. Áreas de investigación: libertad de expresión, derecho a la protesta, derechos sociales y derechos constitucionales de niños, niñas y adolescentes

1. Nuestra tradición constitucional se caracteriza por la exclusión ciudadana en la redacción de los textos. ¿Puede el actual momento político-social ser una oportunidad para avanzar hacia una inclusión ciudadana?

Absolutamente. No solo es una tradición que ha excluido a la ciudadanía en momentos fundacionales, sino que también la ha excluido en momento de reformas comprehensivas, como ocurrió en 2005. Si uno revisa la historia chilena, el actor político constitucional fundamental ha sido, por la fuerza, los militares; el secundario: la clase política que ha omitido la inclusión ciudadana. ¿Es distinto eso hoy? Desde luego, y ello se debe no a una apertura voluntaria del proceso político, sino que a partir del empuje que la misma ciudadanía ha realizado. El proceso en desarrollo — aunque esté entre paréntesis por las razones que todos y todas conocemos —, es entonces, un triunfo de la ciudadanía y así debe leerse.

2. ¿Cómo podría un proceso constituyente, volver a dotar de legitimidad a un sistema político desprestigiado como el nuestro? ¿Así como a sus instituciones?

Con participación, en primer lugar, y con reacción — es decir respuesta — a esa participación, en segundo. Hoy una de las principales razones para el desprestigio de la política institucional se encuentra en la brecha que existe entre el trabajo de las instituciones y las demandas que la ciudadanía plantea. Si un proceso que se ha iniciado a instancias de la movilización ciudadana termina traicionando la participación incidente de la misma, entonces lo único que se va a conseguir es agravar la desconfianza. No hay pocas voces — y no me parece desacertado — que leen así el proceso de reemplazo constitucional que se inició bajó el último gobierno de la Presidenta Bachelet y que terminó siendo engullido por la institucionalidad vigente.

¿Qué ocurre ahora? A ratos hay señales que enseñan que la institucionalidad política entendió esto, como cuando decidió incorporar la paridad de género para una de las variantes del órgano constituyente (la convención constitucional) o como cuando se abre a discutir sobre alguna forma de inclusión para los pueblos originarios — reclamo que ha estado puesto sobre la mesa, pero sorprendentemente preterido, desde fines de los años ochenta —. A ratos, sin embargo, parecen olvidarlo — como cuando uno lee que hay restricciones que se impondrán a los y las convencionales que provendrán de la ciudadanía y que no serán aplicables a los y las incumbentes, como cuando ponen excesivas trabas a rebajar la entrada de actores y actoras independientes, probablemente uno de los reclamos que con mayor fuerza se ha hecho sentir en este entorno de desconfianza o cuando aparecen ideas que buscan colocar un manto de secreto y reserva al trabajo del órgano constituyente.

3. Importancia de los plebiscitos de entrada y ratificatorio establecidos para el nuevo pacto social.

La idea de tener un plebiscito de entrada es contar con un mecanismo de apertura del proceso constituyente que sea capaz de habilitar una discusión en condiciones democráticas, participativas e igualitarias. No se trata de reemplazar o echar por la borda las protestas constituyentes que se desarrollaron desde octubre, nada de eso. Si no, antes bien, de ofrecer un procedimiento que dialogue con ellas.

En efecto, el plebiscito ofrece un camino institucional que abre un circuito democrático necesario para el proceso constituyente. Parece difícil concebir una forma más democrática de gatillar una reflexión constituyente que colocando la decisión de generar una nueva Constitución en la expresión de la voluntad popular. ¡Y terminarla de la misma forma! Este es el plebiscito ratificatorio. Desde luego que los plebiscitos de entrada y salida no son suficientes; el desarrollo de la misma deliberación constituyente también debe respetar principios democráticos. De lo que sí no debiera haber dudas, es que — como indica la experiencia — la opinión ratificatoria del pueblo es crucial en un momento de redefinición soberana. En otras palabras, lo que el plebiscito hace en un momento constituyente es honrar las promesas democráticas que conciben al pueblo como soberano, respetan la democracia como forma de gobierno en la medida que no la reemplazan e incentivan la participación política igualitaria.

4. ¿Es una discusión real o ficticia a su juicio el tema de la "hoja en blanco"?

De acuerdo al artículo 133 inciso 3º del actual texto constitucional, la Convención — es decir el órgano constituyente — deberá “aprobar las normas (…) por un quórum de dos tercios de sus miembros en ejercicio.” Hay algunas voces que han señalado que esta sería una trampa, en la medida que somete el acuerdo de la nueva constitución al mismo quórum que ha impedido reformar la estructura del texto vigente de 1980. Eso es un error que se ha quedado en la mala prensa — mala prensa justificada, en todo caso — del quórum en cuestión. Lo que esa norma dispone, no puede leerse al margen de la idea de “hoja en blanco”.

Déjeme explicarlo: es cierto que, en la actualidad, el quórum de los 2/3 ha impedido la aprobación de importantes reformas, como la más reciente que pretendía incorporar una nacionalización de las aguas. Justamente porque se trata de una reforma, la falta de quórum deja incólume el texto original que, de esa manera, no pudo enmendarse y sigue vigente. Pero en un momento constituyente ocurre una cosa distinta. Y es que, como no hay texto de base — esta es la idea de “hoja en blanco” —, si no se logran los 2/3 no puede escriturarse aquello sobre lo que no existe acuerdo en la nueva constitución. Pero de ello no se sigue que el texto de la constitución de 1980 se traslade, por decirlo de alguna forma, a la nueva constitución. Se trata, entonces, de una regla de escritura, no de reforma. Y por ello no es una trampa en términos de lo que ocurre en el procedimiento de reforma, donde opera como un blindaje a la obra constitucional legada por la dictadura.

Agregaría dos notas finales. Primero, en términos teóricos debe observarse que si lo que estamos discutiendo es una nueva constitución — un nuevo pacto social, como se ha dicho en el lenguaje cotidiano —, entonces no parece descabellado que sus contornos se aprueben por el mayor consenso posible. Quienes, a pesar de lo que he explicado acá, sostienen que el quorum de los 2/3 siegue siendo una trampa, parecen creer que una nueva constitución será legitima (=no tramposa) solo si incorpora sus puntos de vista. Segundo, en termino prácticos y sobre la idea de “hoja en blanco”, es importante advertir — mirando otras experiencias —, que, si bien el proceso para darse una nueva constitución abre muchos espacios para la creatividad, tampoco hay que inventar completamente la rueda.

En resumen, no creo que se trate de una discusión real o ficta, sino más bien de una falta de compresión adecuada de lo que dispone la reforma. Las partes, por decirlo de alguna manera, de este debate, creo, no se han puesto de acuerdo siguiera sobre qué debatir.

5. Con respecto a los derechos sociales, nuestra jurisprudencia ha tomado cierta posición en relación con las prestaciones que deben otorgar los privados, ¿es posible avanzar hacia una concepción de éstos como en Europa, en el sentido de garantizar estándares mínimos iguales para todos sin importar la condición económica de cada uno?

No veo por qué no, pero ello dependerá, primero, de cuál es la versión de la constitución que se imponga y, segundo, la de los derechos sociales que haga lo propio. Respecto a lo primero, habrá que decidir si se abraza un constitucionalismo del status quo, es decir uno que deja las cosas tal como están sin considerar la desigualdad como un asunto de preocupación constitucional o, en cambio, si se abraza un constitucionalismo transformador, orientado — como lo indica su rótulo — a transformar las condiciones actuales de membresía a la comunidad política. Viendo los reclamos que se han manifestado en el denominado ‘estallido social’, deberíamos — pero está por verse, como digo, qué versión se impone en las deliberaciones — por uno más transformador que indiferente a la desigualdad estructural que se reclama.

Otro tanto respecto de lo segundo. Por ejemplo, deberemos debatir cuál modelo de derechos sociales es el que queremos abrazar. Hoy tenemos un sistema dual donde las prestaciones sociales fueron privatizadas para dejar que fuera el mercado el que se encargara, a cambio de la contraprestación, de satisfacerlas. Ese modelo, lo que ha generado, son escalas de ciudadanía; es decir, presenta personas cuyas necesidades sociales están cubiertas en la medida que pueden pagar por ellas y otras, en cambio, que carecen de capacidad para pagar algunas o ninguna de esas prestaciones. Ahí aparece una versión de los derechos sociales: la que los ve como mínimos asistencias que el Estado asegura a aquellas personas, como vengo diciendo, que carecen de recursos para poder proveerse de lo necesario a través del mercado y que se encuentran en las condiciones más apremiantes. El gasto social, entonces, es así, focalizado. Pero no es suficiente. Porque el modelo subsidiario estatal siempre empujará a las personas a que sean ellas mismas las que puedan agenciarse en el mercado los bienes sociales necesarios, de modo que éste se concentre en los casos más graves de pobreza — esto nos lo acaba de recordar una diputada que, en el contexto de las asistencias sociales producto de la pandemia, ha dicho, con brutalidad, que no es bueno que las personas dependan del Estado.

La otra forma de ver los derechos sociales es como comunes universales, que es la versión que prefiero y se concilia más con la idea de un constitucionalismo transformador. En efecto, si lo que queremos es movernos hacia un ideal de igual pertenencia construida sobre la base del estatus social de la ciudadanía — antes que, como ahora, sobre los beneficios que acarrea el mercado o la contratación que cada cual pueda pagar —, entonces debemos entender la desigualdad estructural, y no solo la pobreza extrema, como un problema propiamente constitucional. Ello debiera llevarnos a concebir un modelo de prestaciones universales generales, en vez de mínimos básicos subsidiarios. Si lo que nos preocupa es la igual membresía material de todos los ciudadanos y todas las ciudadanas, debemos construir en conjunto, para todos y para todas, con la preocupación de todos y todas, un sistema común de pertenencia que satisfaga — tomo la expresión de T.H. Marshall — “los estándares prevalentes en la sociedad”. Esos estándares, me parece, estarán algo más allá que solo en los mínimos asistenciales.

6. En relación con la pregunta anterior, ¿sería mejor modificar nuestro sistema de seguridad social fuera de la Constitución de manera de no correr el riesgo que los principios plasmados en ella se conviertan en una herramienta que impida reformas?

No estoy seguro. La función de la constitución es orientar con sus principios fundamentes las políticas públicas que un Estado puede y debe procurar. Si eso fuera una amenaza, entonces toda la constitución debiera ser vista con igual sospecha.