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  • Tamara Agnic
  • 2918 lecturas
  • 10-10-2020

TRANSPARENCIA, TRAZABILIDAD Y TRANSVERSALIDAD DE LA INFORMACIÓN

Durante septiembre, medios de prensa de todo el mundo daban a conocer un nuevo escándalo asociado a operaciones financieras reñidas con las normas generales de integridad. Más de dos mil reportes de actividades sospechosas enviados por bancos globales durante casi dos décadas al Financial Crimes Enforcement Network (FinCEN) -dependiente del Departamento del Tesoro de Estados Unidos- revelaron que estas entidades bancarias de gran renombre habían viabilizado operaciones con dineros provenientes de narcotráfico, corrupción, fraudes y varias otras actividades ilícitas.

Sí, escandaloso.

¿Cómo es posible que en pleno nuevo milenio, con toda la tecnología disponible en instituciones financieras centenarias hubiese sido posible no detectar a tiempo operaciones así de corruptas por 17 años? ¿Es razonable que en esta época, donde a la larga todo se sabe, haya instituciones que insistan en no generar controles adecuados para poner atajo temprano a prácticas desleales y no tener que esperar años para que “por mera chance” alguien descubra un escándalo?

Vivimos en un periodo particular de nuestra historia. La penetración de la red global -la internet-, la acción de las redes sociales, bigdata y microdata viajando por la globósfera a la velocidad de la luz, configuran lo que se ha denominado era de la hipertransparencia: Información abierta + alta velocidad. Esto se traduce en que las acciones y comportamientos corporativos tenderán cada vez más y de manera progresiva, a estar en pleno conocimiento de los stakeholders clave de la organización y, aún más relevante, en conocimiento de los reguladores y fiscalizadores, así como de la ciudadanía en general y su opinión pública (hoy mejor descrita como “clima de opinión”, menos informada, más volátil y cuya reacción puede provocar tormentas para las organizaciones).

Las buenas prácticas y las normas del Compliance por supuesto que son la respuesta institucional que las naciones, las economías y las compañías e instituciones han concordado para responder a la acción del crimen organizado, el lavado de activos y el financiamiento del terrorismo, y de cualquiera otra acción atentatoria contra los principios del corporate governance y la integridad corporativa.

Los esfuerzos por conocer el destinatario final de inversiones y operaciones es una de las herramientas más poderosas con que cuentan las organizaciones financieras para respaldar su legítima acción comercial; es incómoda a la luz de inversionistas y otros operadores del sistema, pero es absolutamente necesaria dado el cuadro que hemos descrito hasta ahora. En mi labor de experta consultora en estas materias, hemos identificado incluso una ligazón muy poderosa entre este tipo de acciones concretas de la gestión de la información por parte de las compañías, con el riesgo reputacional al que están expuestas y que no tiene que ver con la opinión ocasional de sondeos de opinión de clientes o gerentes, sino con la verificación de comportamientos corporativos acerca de cómo gestionan su información.

No hay que perder de vista un tema central: esta legítima acción comercial o lo que conocemos como el interés de negocio, en ningún caso está en divorcio con la implementación y adopción temprana de medidas de prevención. Al contrario, es como un “acuerdo prenupcial”, donde de antemano se establecen aquellas condicionantes que preserven la larga vida de este matrimonio entre profit e integridad.

Más allá de lo estrictamente relacionado con los procedimientos del Compliance o de lo que digan las leyes locales, creo que hay tres elementos que toda organización debiera asumir como buena práctica para ir a la vanguardia de la gestión de riesgo asociado a este tipo de incidentes. Conocer qué se hace y quién lo está haciendo en beneficio o perjuicio de la organización es hoy más que nunca de vital importancia. Propongo en ese sentido, la implantación de tres conceptos -una triple T- para generar al menos un primer eslabón de seguridad: transparencia, trazabilidad y transversalizada de la información financiera y corporativa.

La transparencia es un valor en sí mismo. Impide la opacidad de las acciones corporativas y es un desincentivo automático a las acciones reñidas con la integridad que ha escalado a algo más que un simple imperativo ético declarativo, puesto que actualmente su ejercicio está en cuerpos legales como la Ley 20.393 y cuyas vulneraciones tienen consecuencias serias para las organizaciones que incurran en transgresiones de mayor cuantía. Se contempla incluso la cancelación de la personalidad jurídica para los casos más graves.

Por otro lado, la trazabilidad es consecuencia de la transparencia aunque perfectamente puede ser leído en el sentido contrario. Este elemento -el de la trazabilidad- obliga a tener a la vista los procesos y las decisiones involucradas en la consecución de los productos y servicios de la organización y su cadena de valor, de modo de aquilatar la calidad ética de cada una de las acciones adoptadas en cada momento.

Naturalmente, no se puede hacer trazabilidad a algo que no es transparente. El seguimiento de las operaciones, de los flujos de capital, de los operadores o de los destinatarios finales de los dineros de una operación cualquiera, requieren que esos procesos estén a la vista, que sean conocidos. Sin transparencia es muy difícil hacer la trazabilidad de transacciones que pueden ser riesgosas para la economía global y local, y para las empresas dentro y fuera de ellas.

Y cuando hablamos de transversalidad, nos referimos a aquello que une a la cadena y lo que hace que el sistema opere en red. Si este asunto no es abordado desde un esfuerzo que involucre a todos los sectores público y privado, regulatorio y fiscalizador, persecutorio y sancionatorio, o cualquiera otra configuración binaria o multiparticipativa, entonces siempre habrá espacios por donde el crimen organizado estará filtrándose. Mi impresión es que la transversalidad es un asunto que no se suele tener a la vista hasta que hay problemas, como por ejemplo, que la Fiscalía no conversó oportunamente con Contraloría o con Aduanas, o que el encargado de Línea Ética de una empresa jamás había hablado con el gerente de finanzas de su empresa ni colaborado en ningún proyecto de monitoreo porque "así es la cultura de la compañía" y así miles de ejemplos más. Hacer de la transparencia y la trazabilidad de las operaciones un asunto de cultura de integridad, es sólo posible si se aborda desde acciones transversales dentro y fuera de las organizaciones.

Este enfoque no tiene nada de inocencia o ingenuidad, se trata de salvaguardar patrimonio para las organizaciones. Una falla en la cultura de integridad que se traduzca en desconocimiento de destinatarios finales, operaciones sospechosas o derechamente corruptas, dinero de origen fraudulento o con destinos como el financiamiento del terrorismo pueden derivar en sanciones normativas o reputacionales de tremenda trascendencia para una compañía que no adoptó medidas obligatorias o voluntarias tendientes a evitar estos riesgos. ¿Qué se pierde entonces?

Nada, pero se gana mucho.